València se convirtió por un tiempo –entre noviembre de 1936 y octubre de 1937– en centro de atención nacional e internacional. València tuvo que improvisar en poco tiempo la instalación de la Presidencia de la República, de once ministerios, de abundantes subsecretarias y direcciones generales, del Estado Mayor Central, o del Tribunal Supremo, entre otras instituciones del Estado. También de legaciones diplomáticas como la soviética, que ocupó el hotel *Metropol. Con tal fin fueron reconvertidos muchos edificios y confiscados palacetes privados. El Ayuntamiento y la Llotja acogieron la escasa actividad parlamentaria: cuatro de las nueve sesiones que hubo durante la guerra. Las Torres de Serranos custodiaron obras llegadas del Museo del Prado para su mejor salvaguardia, y la sucursal del Banco de España fue depósito de libros procedentes de la Biblioteca del Escorial. Así mismo, València debió de alojar en un elevado número de funcionarios a los cuales no tardaron a añadirse continuas oleadas de refugiados.
La capitalidad convirtió en València en objetivo del enemigo. En la noche del 12 de enero de 1937 se produjo el primer bombardeo importante. Las líneas del frente ya no estaban a 150 kilómetros, “sino aquí mismo, en el puerto de València”, dijo un titular del periódico *Frente Rojo. Desde este momento se sucedieron los ataques aéreos o marítimos. Calles y edificios no solo exhibieron carteles o grandes telones de agit-prop, también las devastadoras huellas de las bombas. Las sucesivas derrotas satisficieron la ciudad de huidos, al mismo tiempo que los precios se incrementaban y las colas para procurarse mantenimiento se hacían más largas. Balcones, patios y terrazas pronto se poblaron de gallinas y conejos contra los cuales nada pudieron las prohibiciones dictadas por la higiene.